lunes, 9 de mayo de 2011

#8

Me he forzado a lo largo de todo este tiempo a sentir compasión por aquellas personas que no saben amar, y a creer que en el fondo son personas con buenas intenciones y que sufren. Pero me he equivocado.


Declaro públicamente mi error. Hay personas cuya maldad y mediocridad, cuya adicción al juego de la vida, a jugar con otras personas, con fines dudosos, superan cualquier sentimiento noble que pueda brotar en ellas instantáneamente. No me declaro pobre víctima, pero sí desearía lanzar un mensaje de alerta acerca de este tipo de parásitos del alma. A mi me pica el corazón de haber tenido sanguijuelas chupándo de mi caudal de energía. De haber justificado, perdonado, explicado, comprendido, a aquellos que no tienen ningun interés en comprenderme o apoyarme, ningún interés en mi persona, sino en cómo puedo arreglarles os servirles a ellos. Mi buena fe me ha llevado, en numerosas ocasiones, a hacer la vista gorda, y a pensar bien, a tragar y a dar oportunidades. Pero llega un momento en el que la máscara de la sonrisa se les cae, llega un momento en el que obsequios y abrazos dejan de producirme confort para producirme repugnancia. Y todo esto inesperadamente.

Esperando aliviar una situación a través del diálogo y la comprensión. Y luego te das cuenta de que te han timado, te han metido una buena bacalá, como dicen por ahí, y cada célula de tu cuerpo se llena de impotencia y de rabia, y sientes un enorme impulso de construir una gran pared de hormigón con la cual separar tu vida de aquellos seres cancerígenos y corrosivos y apetecible cubierta. Morales cambiantes como la dirección en la que sopla el viento, no dóbles, sino elevadas a la enésima potencia. Y sangre fría disfrazada de sorpresa. La serpiente me ha enseñado, de una vez por todas, su fea cara.

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